A mí generación de mierda.
La BBC de Londres ha dedicado al cantautor
peruano Pedro Suarez Vértiz un artículo titulado “El rockero peruano que dejó de articular palabras”[1],
la importancia del artículo es directamente proporcional a la contribución a
nivel mundial de Pedro al Blues o la literatura. No obstante el primer
párrafo de dicho artículo me recordó la
visión, no sólo latinoamericana, sino internacional de la (muy pobre) escena rockera
de nuestras tierras. Este señala: “En
1986, en plena explosión del rock en español en América Latina, detonado desde
Argentina por Charly García y Soda Stereo, surgió en Lima el grupo Arena Hash,
que hizo historia para ese género musical en Perú.”
En 1982 un
adolescente chileno, que a la sazón acababa de cumplir 17 años, Jorge González, estaba componiendo
canciones cuyos temas líricos no sólo atacaban, en pleno apogeo, a la dictadura
militar de Pinochet, y con esto el paradigma de derecha (Latinoamérica es un pueblo al sur de EEUU, Mentalidad televisiva),
sino que se adelantaba a la crisis propia y centrada de su época para atacar los
paradigmas de izquierda (Nunca quedas mal
con nadie, No necesitamos banderas). Como si no bastase que un chico de 17
años tenga la visión suficiente para renegar y no embelesarse con el discurso
de izquierda, que en aquel tiempo, aunque de forma secreta, se elevaba como la
panacea a los males del país –y el mundo-, González elevaría su voz para cantarle por
igual al amor (Paramar) o hacer una
ácida crítica –que interpreta y critica -no idealizo o exagero- al mejor estilo
de la doctrina psicoanalítica- el uso de la sexualidad en el mercado y la
insaciable compulsión humana en su búsqueda, y su eterna insatisfacción (Sexo). Otras canciones como Brigada de negro o La voz de
los ochenta, criticarían y alimentarían a su generación, elevando la
metáfora rockera a arquetipos universales, que, en plena actualidad, han
sobrevivido el paso del tiempo para mantenerse con la misma identidad y
frescura que hace más de 30 años. Musicalmente hablando se alejaría de la
balada fácil, artilugio que en Argentina los artistas populares dilataban hasta
el infinito, agotando un exhausto sentimiento anglosajón concebido para vender
discos y embelesar adolescentes, detrás del cual no podemos encontrar el menor
resquicio de identidad u honestidad.
González, muy influido por una banda de protesta inglesa, The Clash, jugaría y fusionaría, dándole
una identidad propia, el Punk, con el rockabilly con el Ska y el Reggae[2],
añadiendo posteriormente sonidos electrónicos y góticos. Todo esto en medio
de una de las más represivas dictaduras latinoamericanas. Alejarse del
paradigma de Los Beatles, que era
explotado en nuestras tierras en esas fechas, particularmente en Argentina, era
un primer gran paso; criticar virtualmente toda postura política –acercándose
sin candidez a una seria postura anarquista- analizar y criticar su sociedad, y
llegar a construir verdaderos monumentos a las eternas cuestiones humanas (el
amor, el deseo, la ilusión de progreso) acercaba a González a una especie de
mezcla entre William Shakespeare y Holden Caulfield latinoamericano. La
tragedia para González es vivida desde una esquina del mundo olvidada, como él
bien sabia, y donde la sangre joven, con la cual él se ilusionó en un primer
momento (La voz de los ochenta), no es la víctima de los problemas, ella era –y
es- el problema.
En 1984 saldría la primera placa de González,
acreditada a Los Prisioneros, agrupación
que no era sino un vehículo para que
Gonzales, el motor, corazón y cerebro del proyecto, pudiera alzar a la palestra
su intensa y sobria visión del mundo. Siempre he tenido la impresión que
González, sabiendo lo que tenía entre manos, abrigó la esperanza de una
revolución contracultural, una especie de Mayo del 68´latinoamericano, ver
arder a los hombres viejos y ponerse a la obra los jóvenes (la imagen es de Manuel González Prada). Cual no sería su
desilusión al ver postrada a su generación, y ver en el reflejo de sus ojos a
mansos corderos y vacas engrasadas para el matadero cultural. A la primera
placa le seguirían dos más con un sonido más electrónico (Pateando piedras, 1986; La cultura de la basura, 1987) donde la
crítica social –y crítica hacia sí mismo (We
are sudamerican rockers, De la
cultura de la basura)- seguía siendo el pie guía, y una última placa con un
integrante menos de Los Prisioneros (Corazones,
1990) donde González demostraba su lado más íntimo y personal, y donde
expuso probablemente una de las melodías más reconocibles, duraderas y sobre
todo sensibles, de la (muy pobre) escena pop rock latina, Tren al sur.
Sólo la escena underground de Chile conocía a Los Prisioneros, tras su primera
placa la dictadura pinochetista prohibió la venta de sus posteriores discos en
su país. En Argentina Charly García
escondía lo que –sólo él- consideraba una crítica ácida a la dictadura (Los Dinosaurios) para que pudiera pasar
la censura y ser programado en radio, y con eso seguir una vida del jet set (Soda Stereo).
González llenaba la plaza de Acho en Perú y los sótanos de Santiago, enfrentado
de cara a un pueblo que, aunque lo seguían, no lo entendían; las palabras de
González debe haberles sonado a un rumor extraño, tan lejos de ellos como
pueden estar las obras críticas de Bernard
Shaw o la desobediencia civil que propugnaba Henry David Thoreau.
La popularidad y “homenajes” que le han seguido a la agrupación desde su
disolución han seguido la misma ruta: absorbieron un mensaje honesto y lo
mercadearon; si no desapareces, el sistema te integra. Merece, siempre ha
merecido, un homenaje a la altura de su pasión.
EMI recopilaría un “grandes éxitos” (1991) de
Los Prisioneros que se convertiría en la plataforma para su masificación.
Convenientemente, y con la venia de la agrupación, EMI descartó las canciones
más ácidas de González, haciéndolos pasar por unos jóvenes confundidos que gustaban
del rockabilly y el ska. González sería acusado por sus seguidores más fieles
de vendido, y razón no les faltaba, aunque esto de ninguna manera mengüe la
importancia de sus logros anteriores. EMI, totalmente conforme con este nuevo
González de apertura a las masas y tierna sensibilidad baladista, firmaría un
millonario contrato. En 1993 González sacaría su primer disco solista, que
llevaba su nombre, pensado y destinado a convertirse en lo que fue: un éxito de
ventas. Según dicen –quizás romantizando la situación- González no toleró las
críticas, pero sobre todo no toleró la persona en quien se había convertido, lo
que desencadenó sus graves problemas con la cocaína y pastillas para
dormir. En 1994 González se metería a un
estudio alemán y compondría lo que fácilmente puede ser considerado el disco
más interesante de la (muy pobre) escena rock pop latina de todos los tiempos, El futuro se fue. El disco era un reto
directo a su disquera, quienes virtualmente habían privatizado el talento de
González. Si su primer disco homónimo fue un gran éxito de ventas, guiado por
sus baladas tiernas e introspección superficial, había sido, musical y
artísticamente hablando, un fracaso completo. El futuro se fue, previsiblemente, fue
un rotundo despropósito y fracaso de ventas, pero un gran éxito artístico, que
es, entendemos algunos, pero no entiende ni le interesa a EMI o a las estaciones de radio, el que lleva en sí
intrínsecamente un verdadero valor. González expuso y exorcizó demonios en
canciones como “Culpa”, “El futuro se
fue”, “Quien canta su mal espanta”, “Nacer” y “Poder”, donde por momentos
la resquebrajada confusión mental de González asemeja a las ingenuas, fracturadas
y honestas composiciones de Syd Barrett
(1970) o Alexander Spence (OAR, 1969).
A las fusiones que ya había explorado como líder de Los Prisioneros, agregó guitarras
de Víctor Jara, progresiones de Los Jaivas, percusión autóctona, sonidos
Avant garde, Jazz, electrónica y slides desconectados y fragmentados al
mejor estilo de Captain Beefheart. La
existencia de este disco en un medio tan estéril como América Latina, es la
confirmación de que González estaba y siempre estuvo muy lejos de sus pares
latinos. EMI sintió el disco como una afrenta y puso fin al contrato.
En 1996 González compondría “Cumbia Triste”, una fusión de cumbia con
música electrónica, pero sobre todo una de las más sensibles y honestas cumbias
jamás compuestas. La añadió como parte de un disco de covers de cumbias que, más allá de la composición original, no
tiene mayor mérito (Gonzalo Martínez y
sus Congas Pensantes, 1997). González, con su intensa curiosidad artística
había, una vez más, cambiado de dirección musical. González, quizás sin saberlo
o sin reconocer su verdadero alcance, también había cambiado la dirección
musical de Sudamérica, acababa de gestar la cumbia
electrónica, que llevaba al extremo los sintetizadores que se usaban en la
cumbia mexicana, hasta fusionarlos. Su gestación pronto se convertiría en un fenómeno
de masas, y durante más de diez años la cumbia electrónica, influenciada
directa o indirectamente por González, abarcaría
sendos espacios televisivos y radiales en Argentina, Chile, Perú, Ecuador,
Colombia, Venezuela y otros países. Su creación no pasaría desapercibida (pero
nunca señalada) por populares rockeros latinos, Andrés Calamaro exploraría la misma senda en canciones como Tuyo Siempre. Los ecos de esa fusión
vislumbrada por González aun se escuchan en países como Perú, donde bandas como
Bareto han hecho una (muy pobre)
carrera de covers adaptando y
mezclando la electrónica con la cumbia del oriente del Perú (Cumbia, 2008).
González lanzaría un disco más solista (Mi destino: confesiones de una estrella de
Rock, 1999) donde destaca las llanuras de sonido intentando imitar al
descampado de sonido de bandas progresivas inglesas, sin conseguirlo y sin
mérito alguno. Reformaría Los Prisioneros para sacar dos discos de poco o nulo
valor artístico, de dónde puede rescatarse la canción San Miguel que evoca algo de la honestidad de antaño (Los Prisioneros, 2003; Manzana, 2004), y
un disco de covers (En las raras tocatas nuevas de la Rock &
pop, 2003). En el 2013 lanzó Libro,
un disco pop sensible donde González sigue intentando perdonarse a sí mismo y
aceptarse, sin que él, o nadie más, realmente lo encuentren.
González actualmente es la sombra de lo que fue
hace más de 20 años, pero la cima artística que consiguió sigue intacta sin
vislumbrarse un sucesor. Musicalmente hablando estuvo muy por delante de sus
colegas latinos, aunque evidentemente no dejara una huella perdurable a nivel
mundial; líricamente hablando no obstante, creo poder decir con seguridad que
no existe, en lengua sajona o en español, un compositor rock pop que haya
sabido señalar con más fuerza y a la vez sensibilidad, la expresión recogida de
un continente entero. Aun la más ácida música de protesta norteamericana, en
todo su catálogo folk y rock (y creo haber escuchado gran parte del catálogo,
latino y norteamericano de folk y rock, desde los compositores más oscuros
hasta los más populares) no ha sabido dar una voz tan firme, irónica e
inteligente. Si Jorge González hubiera nacido o hecho carrera en Inglaterra o
Estados Unidos, sus líricas serian un serio contrincante a voces poéticas
mundialmente reconocidas como Leonard
Cohen o Bob Dylan. González sería
el poeta maldito (probablemente Arthur
Rimbaud, que le cantaba a la
menstruación de las niñas en su primera comunión) frente a aquellos, que son el
Walt Whitman de su generación. El
hecho que sobre él recayera la maldición de la fama, convirtió su verdadero
arte en un lugar común que pasa desapercibida o es ojeada y descartada por
músicos y letristas de “música seria”. Estuvo condenado entre las grandes
masas, que nunca lo entendieron verdaderamente, y el “rock de elite” que nunca
lo aceptó (y tampoco lo entendió). Habiendo nacido y desarrollado su arte en
Latinoamérica, González siempre estuvo condenado al lugar que ocupa: una
curiosidad poco afortunada de una época ya ida, un subproducto de mercado que,
en realidad, ya no hace dinero ni es productivo o rentable. Si existe alguien
tal como señala el antiguo cliché de “incomprendido”,
ese rótulo le pertenece, indiscutiblemente, a Jorge González.
González compuso en los ochenta una canción
llamada “Generación de mierda” que da
nombre a este breve homenaje. Cuando la BBC
de Londres honra la obra –independientemente de su lamentable condición- de
alguien como Pedro Suarez Vértiz, y en el mismo párrafo menciona a Charly
García y a Soda Stereo como “detonadores
de la explosión del rock en América latina”, cuando tomamos en cuenta que hace
pocos meses González dio un concierto en una discoteca populosa peruana (evento
que pasó desapercibido sin pena ni gloria) y el día de hoy una banda Argentina
que no ha hecho sino actualizar el ska
y el vallenato filtrados en un muro
de sonido al mejor estilo de Phil Spector,
alborota y pone a bailar a toda mi generación y llena el estadio nacional para
apretarse entre ellos frente al “artista”; entonces yo también quiero señalar,
con la cabeza fría y habiéndolo meditado mucho, que mi generación también es –acaso todas- una Generación
de mierda.
Aléxandros
Demos Agosto 2013
[2] Añado, ya como pie de página
al lado de lo que representa La voz de
los ochenta, que No necesitamos
banderas fue el primer reggae grabado en Sudamérica; en Argentina la banda Sumo había compuesto reggae (liderados
por un italiano que traía nuevos sonidos), pero sólo las había tocado en
presentaciones en vivo; Los Abuelos de la
nada compusieron Sin Gamulán
(1982) y Chalaman (1983) intentando
componer reggae, pero recayendo en un (ingenuo) ska caribeño. La búsqueda y
exploración de nuevos sonidos fue una constante de González.